Sombras oscuras


    La noche caía sobre la ciudad como un manto oscuro y peligroso, acariciando cada uno de sus rincones plagado de sombras. Esa noche, como tantas otras, había salido buscando sangre, la de sus enemigos a ser posible. No había nacido para eso, pero se había visto obligada a hacerlo. Y había descubierto que le gustaba… Un extraño y dulce placer que recompensaba la multitud de heridas con las que a veces volvía a casa. Cansada, sudorosa… y sobre todo, débil. Obligada entonces a descansar durante un par de días, recuperándose.
    La sangre que derramada calmaba esa ansiedad que la poseía cada vez con más frecuencia y a la que se negaba a dar rienda suelta. No quería ser como ellos, y tampoco podía ni debía permitir que le hicieran a otra víctima inocente lo que le hicieron a ella, condenándola a la noche, anclándola a la oscuridad de por vida.
     Sentenciada hasta que decidiera ponerle fin a su existencia, un pensamiento que no descartaba y que a veces rondaba su mente. No sabía cuánto más podría resistir antes de sucumbir como ellos.
     Esa noche, como tantas otras, había seguido un rastro, le era fácil localizarlos, como si tuviera un radar que la conducía irremediablemente hacia ellos. Acabó en un local de mala muerte, un tugurio a las afueras de la ciudad, con una iluminación tan pobre, que ni los bichos se atrevían a volar alrededor de la tenue luz de la única farola que iluminaba la zona de aparcamientos. Parecían tener una fijación casi enfermiza por antros como ese.
     Dejó la moto a un lado y se quitó el casco, dejando que su pelo largo y oscuro cayera suelto por su espalda. Lo dejó sobre el sillín, segura de que nadie se acercaría a su Hayabusa. Por alguna extraña razón, jamás se lo habían robado; quizás su aura oscura permanecía alrededor aun cuando ella no estaba presente, previniendo a los incautos.
     Se encaminó a la entrada, decidida, consciente de lo que buscaba en su interior. Acarició sus armas bajo el abrigo largo de cuero negro que cubría su cuerpo y las mantenía oculta a la vista, sujetas con cintas de piel a sus muslos. El tacto frío del metal la reconfortó, como siempre hacía en esos momentos previos a la caza. Empujó las puertas dobles del poco atractivo bar y entró al interior.
     El humo y el olor a sudor fueron casi palpables, frunció el ceño con asco. Se abrió paso hasta llegar a la barra entre la gente que se agolpaba en un baile frenético al ritmo de una extraña canción donde predominaban los tambores. Parecían hipnotizados por la magnética cadencia que los balanceaba. Un camarero —con un paño sucio colgado de su cintura—se acercó para atenderla y le pidió una cerveza, después apoyó los codos sobre una pequeña parte de la encimera de madera que acababa de limpiar para ella, y esperó, observando la pista de baile.
     Los cuerpos se enroscaban unos con otros, mirara donde mirara, danzaban sin ninguna reserva. Se rozaban y acariciaban con sutiles movimientos, embriagados por unos sensuales acordes que te impulsaban a trasladarte a algún lugar perdido del África más desértica.
     Humanos… todos extasiados por el poder que de ellos emanaba como un dulce néctar. Ilusos, potenciales víctimas inocentes. Aunque podía sentir en más de uno que no eran tan inocentes como aparentaban.
     De entre todos los clientes, dos llamaron su atención; la forma descarada de rodear a su futura presa los hacía destacar por encima de los demás. Podía verlo en sus miradas, como la acechaban.      Sus manos recorrían el cuerpo de la joven, escondidos en un rincón oscuro del local. Uno la mantenía aferrada por la cintura, pegada a su cuerpo, mientras que el otro se pegaba a su espalda, lamiendo la piel de su cuello, preparándola para el posterior bocado. La mano del moreno se perdió bajo la minúscula falda vaquera de la joven, masajeando su trasero con descaro, mientras que la mano del otro —un tipo rubio— se introdujo bajo el top negro buscando uno de sus pechos. Se movían aferrados a ella como si estuvieran follando en público con la ropa puesta, excitándola hasta volverla loca de deseo.
     Se dio la vuelta, asqueada, y asió la botella que el camarero había dejado junto a ella. Le dio un trago largo, saboreándola, degustando su sabor amargo, refrescándose con su frialdad en aquel ambiente tan cargado de sexo y alcohol, donde la temperatura hacía rato que había subido unos grados.
     Esa joven, con toda probabilidad, podría haber muerto esa misma noche si no fuera porque había aparecido por allí, dispuesta a truncar su triste destino. Quizás fuera ella quien muriera, ¿quién era poseedor del futuro para saber qué podía salir bien o mal…?
     La mente de esos dos depravados era tan clara para ella como si fuera un libro abierto. Pensaban en sexo, del violento, con sangre incluida, y gritos y dolor, mucho dolor. Eran un par de sádicos que no merecían llegar al amanecer. El dolor y el sufrimiento los excitaba más que la propia violación. Toda esa parafernalia de caricias y dedicación era el preludio a sus macabros actos. Seducían a sus víctimas con la falsa promesa de placer y sexo, para después descargar sobre la joven su crueldad fría y maléfica.
     Ella no había sido la víctima de un local, ni siquiera había estado de fiesta, simplemente volvía a casa después de unos meses fuera del hogar. Llegó cansada después de un viaje largo, y sólo pensaba en llegar y acostarse, descansar hasta el día siguiente. La estación del tren no quedaba lejos de su apartamento y decidió caminar para despejarse del viaje, pensando únicamente en una ducha caliente y en muchas horas de sueño. Sin embargo, se vio arrastrada a la oscuridad de aquel callejón por el que pasó para su desgracia.
     Unas manos la aferraron con tal fuerza y la empujaron con tanta violencia contra la pared del edificio que se alzaba a su espalda, que el duro golpe en la cabeza la aturdió. Pero sus instintos naturales y los años de entrenamiento se pusieron a trabajar.
    Fue inútil, sus golpes no afectaron en nada a su atacante, que sonreía con cierto regocijo expectante. Pensó que iba a morir, de hecho, pensó que había muerto, pero inexplicablemente no fue así.
     Y entonces llegó el cambio. Aunque ese proceso y el cómo había llegado a ello permanecía borroso en su mente…
     Después del desafortunado incidente tuvo que dejar su trabajo, el que tantas pruebas le había costado superar; la ciudad que la vio nacer y crecer… No tenía familia, y tampoco muchos amigos, esa parte fue fácil, pero era un hecho innegable que necesitaba ganar dinero para seguir viviendo. Y ahí entró en escena su benefactor, la persona que había contratado sus servicios. No sabía ni cómo ni cuándo se enteró de lo que ahora era, él no hizo preguntas y ella tampoco, pero sus cheques pagaban los gastos de su nueva vida. Suponía que ese hombre, en algún momento de su vida, se había visto afectado de alguna forma por ellos, ahora solo buscaba venganza, y ella era el brazo ejecutor.
     Dejó a un lado los recuerdos del pasado, no podía olvidar su objetivo, el motivo por el que estaba en aquel lugar. Se dio la vuelta y volvió a centrar su atención en el trío. Estaban a punto, lo sentía, poco más y abandonarían el local. Le dio un único trago largo a su cerveza y dejó la botella sobre la barra, preparada ya para el momento que no se hizo esperar. Aferrando la mano de la joven, el moreno la condujo al exterior del bar por una salida trasera próxima a ellos mientras que el otro los franqueaba.
     Era la hora… su cuerpo se tensó ante la inminente pelea, asió las empuñaduras de sus dagas y los siguió al exterior. Permanentemente alerta, sus ojos se acostumbraron con rapidez a la oscuridad que envolvía la parte de atrás del local. Su experiencia como soldado de élite en un grupo especial del ejército le daba la seguridad necesaria para enfrentarse a ellos cada noche, potenciada por la fuerza y la agilidad adquiridas por el cambio. Después de todo, no estaba tan mal ser vampira…
     El sollozo bajo de la joven le indicó el lugar exacto de su ubicación, no tardó en distinguirlos entre las sombras. La hoja de la navaja que el rubio sujetaba en su mano brilló bajo la luz de la luna, su sonrisa lasciva y cargada de maldad también. El moreno la sujetaba por los brazos, inmovilizándola contra su cuerpo, susurrándole al oído la multitud de cosas que tenía previsto disfrutar con ella. La chica lanzó un grito aterrorizado, que fue acallado por un golpe seco directo a su mandíbula con el puño de la navaja.
     «Malditos, malditos todos», susurró en su mente.
  Sus dagas, aferradas ya en sus manos, pedían sangre, y ella estaba más que dispuesta a complacerlas. Dio un salto largo y aterrizó de pie detrás del rubio, que se giró con rapidez al sentir el movimiento. Sólo le dio tiempo a reflejar la sorpresa en su cara antes de que le cortara la garganta de un solo tajo y lo dejara caer al suelo, desangrándose como un cerdo. El moreno lanzó a la joven a un lado, olvidándola por el momento y preocupado por su propia vida. Sin esperar respuesta por parte de él, le descargó una patada en el estómago que lo lanzó hacia atrás, haciéndolo golpearse contra la pared. No le dio tiempo a más, saltó hasta quedar a un palmo de distancia y le clavó la daga en el pecho, mirándolo fijamente a los ojos, transmitiéndole toda la frialdad que recorría su cuerpo siempre que cazaba.
     La muerte, su fiel y fría acompañante en su soledad.
   En ese momento no era una mujer, era un arma entrenada para matar, una asesina a sueldo de asesinos despiadados. Tampoco es que la hiciera mejor persona, pero sí le permitía dormir con cierta paz si conseguía salvar algún alma desdichada de esas crueles garras.
—¿Sientes el dolor lacerando tu corazón? —siseó entre dientes—. ¿Sientes el miedo ante la muerte? —le preguntó, retorciendo la daga en su interior—. Siente ahora lo mismo que sentían tus victimas mientras te divertías sin piedad con ellas. —Retorció un poco más el filo de la daga, saboreando su agonía, deleitándose con el salado aroma aterrorizado que el tipo desprendía. Después la clavó hasta la empuñadura, atravesándolo hasta la espalda.
     Sacó el arma del cuerpo inerte que cayó al suelo antes de desvanecerse en la nada y limpió la hoja contra el cuero de su abrigo. Miró el otro cuerpo que para entonces también se había desvanecido. Había sido fácil… Tendían a confiar en lo que eran, pero en sus planes no contaban con ella.
     De la joven no había ni rastro. Tampoco se preocupó demasiado, debió salir corriendo como alma en pena. Olía a drogas por todos sus poros, quizás esa noche, después de sentir la muerte tan de cerca, optara por nuevos hábitos. Se giró para marcharse, y sus instintos la alertaron de que no estaba sola allí.
     Sus ojos escudriñaron las sombras hasta dar con la silueta del nuevo invitado a su pequeña fiesta. Sus formas se delineaban contra la luz de la entrada del callejón. Asió con fuerza sus armas, preparándose para una nueva pelea. Este oponente inesperado emanaba poder, podía sentirlo sobre su piel.
El tipo se adentró, acercándose lentamente, sin parecer amenazante, aunque su sola apostura debería intimidarla. Era más grande que ella, y sin duda más fuerte. Sus hombros anchos y su altura imponente mantenían cierta elegancia al andar. Se detuvo a un par de metros…
—Tú —susurró.
Las palabras brotaron de sus labios a la par que el reconocimiento olvidado. La espesa bruma de sus recuerdos se abrió como las compuertas de una presa, dando libertad a unas reminiscencias relegadas en un rincón de su mente.
—Jamás dudé que no volvería a verte —contestó él. Dio un paso más cerca—. Cuando perdí tu rastro… —Su voz sonó ronca, casi agónica.
     Su mente comenzó a trabajar, lo recordaba vagamente, sólo su rostro había permanecido en su memoria. Su ángel salvador. Lo conoció sólo durante unos breves segundos, cuando pensó que había muerto y que él era el encargado de guiarla hasta el cielo o el infierno. Cuando despertó —en un lugar desconocido, de noche y aturdida— sus instintos clamaron por su supervivencia y escapó de aquella casa abandonada a las afueras de vaya usted a saber dónde.
     Luego, todo había acontecido de tal forma y con tal rapidez, obligándola a acostumbrarse a su nuevo ser, y llevándola por un camino tan diferente. Alejando al uno del otro...
     Su cuerpo reaccionó involuntariamente a su proximidad como no lo había hecho en mucho tiempo en presencia de un hombre, hasta había llegado a cuestionarse si con el cambio había perdido parte de su lívido, porque no había vuelto a sentir la necesidad de follar desde entonces. Pero ante su poderosa presencia, su cuerpo se sacudió con violencia, haciéndola jadear audiblemente. Él sonrió y se acercó un poco más.
—No puedes pararlo —indicó—. Me necesitas tanto como yo a ti. —Su tono suave fue como una caricia sobre su piel, deslizándose cálidamente por sus sentidos, calentándola y excitándola, desterrando la frialdad de la muerte.
—Yo no necesito a nadie —le contestó, sorprendida por su propia reacción.
Resistió el impulso de lanzarse a sus brazos y devorar su boca. Alzó la cabeza, dispuesta a pasar de largo y salir de allí, pero la aferró por la muñeca y la atrajo hacia él.
—Mientes —susurró junto a su cuello, acariciándola con su cálido aliento.
     Su cuerpo se estremeció. El calor se extendió como fuego líquido hasta concentrase entre sus piernas. ¿Desde cuándo no echaba un polvo? Lo había olvidado, pero estaba segura que fue antes de dejar de ser humana. Contrariada por la necesidad urgente que la apremiaba, intentó soltarse de su agarre, pero sólo sirvió para que él la arrastrara hasta la pared y la bloqueara con su cuerpo. Colocó una mano a cada lado de su rostro y se acercó demasiado a su boca; sus alientos se entremezclaban en cada respiración.
—Mírame… y dime que no me deseas. —Sus labios rozaron los de ella mientras hablaba, arrancando destellos involuntarios de placer.
    No dijo nada, permaneció en silencio, demasiado abrumada por las sensaciones provocadas. Él lo tomó como un sí y cuando atrapó su boca con urgencia, ella no puso ningún impedimento. Su mente decía «no», pero su cuerpo hacía todo lo contario. Asió su cintura mientras devoraba sus labios y la pegó a su cuerpo, haciéndola participe de la erección que le provocaba su sólo contacto. Gimió contra la masculina boca de labios suaves, y buscó más, abrazándose a su cuello y curvándose contra su cuerpo.
     De pronto, la ropa le molestaba, quemaba sobre su piel y necesitaba deshacerse de ella. Él pareció leerle la mente y, sin despegarse de sus labios jugosos, bajó la cremallera del mono de cuero que llevaba hasta casi su vientre bajo. Metió la mano bajo la prenda, rozando suavemente el pezón erecto.      El jadeo que acalló sus labios fue puro deleite para sus oídos, incitándolo a seguir explorando su cuerpo. Retiró todo el cuero de sus hombros, arrastrándolo con sus manos hasta dejar sus pechos al descubierto. Atrapó uno entre sus dientes y lo mordisqueó, después lo succionó entre sus labios, saboreando su textura suave. Ella gimió de placer y echó la cabeza hacia atrás, dejándose llevar por las intensas y desconocidas sensaciones que la inundaban, algo que jamás había sentido ni en su vida como humana.
    Las manos de él se deslizaron por su piel hasta perderse bajo el cuero que todavía cubría sus caderas. Sus dedos rozaron su sexo levemente, dejándola deseosa de más, y ella se arqueó contra la palma de la mano que se deleitaba con ese juego martirizante.
—Di que lo deseas —susurró él contra sus labios, liando delicadamente su pelo largo en un puño, y rompiendo el contacto de sus bocas. Un gemido contrariado escapó de su garganta, viéndose privada de esa lengua curiosa que recorría cada rincón de su boca.
—Sí —consiguió articular entre jadeos de necesidad. Necesidad por sentir sus labios, sus manos, su piel… por sentirlo a él llenando su interior.
     Un segundo después de haberlo aceptado, él introdujo dos de sus dedos largos en su húmeda cavidad, arrancando un grito de placer sofocado por su boca. Sonrió satisfecho y complacido. Desde que la había visto aparecer en el local, indiferente a todas las miradas que recorrían su cuerpo con deseo, sabía que esa noche iba a ser suya, y que toda ella seria puro fuego entre sus brazos.
    Movió sus dedos, dentro y fuera, obligándola a curvarse contra su mano, implorando por más. Quería oírla jadear, necesitaba oírla gemir, anhelaba darle el placer reprimido hasta ese momento. Era su sangre la que la había salvado, él era su compañero, su cuerpo lo había sabido incluso antes de que su mente lo hubiera gritado, y sólo con él despertarían sus instintos más carnales. Nadie más podría saciarlos como cuando yacieran juntos.
     Aumentó el ritmo de sus movimientos, acariciando con el pulgar su centro de placer, embriagando sus desbocados sentidos y presintiendo que estaba próxima al éxtasis final. Y entonces, fue ella quien lo sorprendió descubriendo sus colmillos y mordiendo su cuello, alimentándose de su vena. Podía sentir que era la primera vez que lo hacía, no se había alimentado desde el día de su conversión, negándose ese tipo de alimento que sin duda la fortalecería.
    La emoción lo embargó, el placer lo recorrió cuando sintió sus colmillos atravesando su piel, succionando con suavidad. Erotismo puro para su deleite. Estuvo a punto de sucumbir a un orgasmo provocado por esa sacudida que sólo podía provocar su pareja.
     Sintió el momento exacto en que ella se dejó ir, envuelta por un torbellino de pasión, arrastrada por un mar de fondo de placer. Sus labios dejaron de lamer su cuello, cerrando su herida, y su cabeza descansó lánguidamente contra su hombro. Permanecieron así durante unos minutos, hasta que sus corazones adoptaron un ritmo normal.
      Entonces se separó de ella, de su calor, y comenzó a cubrir su cuerpo, colocándole de nuevo su mono de trabajo, cerrando su cremallera y recogiendo el abrigo que había quedado olvidado en el suelo. Ella mantenía la mirada baja, azorada aún, en silencio. Pensando en lo que había sucedido entre ellos, en cómo había bajado la guardia y se había dejado arrastrar por un deseo irresistible.
     Él sujetó su barbilla y alzó su cabeza para ver su mirada, tan azul como la recordaba.
—No puedes evitarlo —le explicó—, estamos condenados a vagar juntos, eres mi destino, la única hembra capaz de llenarme, a la que he esperado a lo largo de mi existencia, y yo siempre seré tuyo.   No podrás estar sin mí, me has estado buscando inconscientemente. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran en su mente—. Ven… —extendió una mano hacia ella.
     Tardó unos segundos en entenderlo todo. La sensación de hastío que ni siquiera conseguía suplir con su trabajo. Esa sensación de soledad cada vez que volvía a casa. Se le había acercado tipos a los que había ignorado sin siquiera dirigirles una sola mirada, indiferente a todos. Ninguno la hacía sentir nada más que vacío.
     Alzó su mano y la aferró. Confiaba en él como nunca había sentido que confiaba en alguien más. De él emanaba un aura de protección, deseo, pasión... Miró sus ojos fijamente y en ellos vio la promesa de, no una, sino muchas noches de placer, sexo, y sobre todo, amor incondicional.
     Él abrazó su cintura, pegándola a su cuerpo, como si no quisiera volver a perderla. La guió hacia la salida del callejón, ese que había sido testigo mudo de su reencuentro, y mientras caminaban agarrados, se desvanecieron en la noche.



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